martes, 8 de marzo de 2011

El invierno en mi pueblo
“Media España, en alerta por fuertes lluvias y nieve.
Se podrán acumular hasta 15 litros por metro cuadrado en una hora y se esperan hasta 20 centímetros de nieve.”
Eso dicen las noticias.
El invierno era duro en mi pueblo. Mucho frío, mucho barro y casi siempre mucha nieve. Pero tenía su encanto el invierno. Los labradores, que ya habían puesto la semilla en los campos, podían dedicarse a otras laboras más de casa, más del hogar. La vida familiar era, por lo tanto, más intensa al calor de la lumbre y el roce social se intensificaba en las reuniones de hombres y chiquillos aunque fuera al abrigo de algún rincón o solana.
El invierno era la oportunidad para desempolvar las madreñas. Las madreñas, las había de todos los tipos. Algunos las usaban sin tacos, otros con ellos. Las mías fueron escogidas por mi madre y eran muy bonitas. Los montañeses, en los meses de otoño, habían llegado al pueblo con los productos conocidos: manzanas, castañas, varas de avellano, nueces….y también madreñas o albarcas. Algunas tenían excelente presentación y colorido.
No se me olvidan aquellos carros largos tirados por unos bueyes pequeños y bonitos. Siempre me preguntaba qué tipo de bueyes eran aquellos que, siendo tan pequeños, arrastraban con facilidad los carros cargados de los productos antes mencionados.
Al atardecer y en la noche, se intensificaba el frío y era muy común observar en la mañana colgar los chupiteles de hielo desde todo lugar por donde se había desprendido agua. Pero lo más hermoso era amanecer con el suelo cubierto con una capa de nieve, a veces bastante gruesa, que impedía, en la práctica, salir a la calle. Era el momento de las palas para abrir el sendero desde el corral a la calle. El paisaje impresionaba por su blancura y luminosidad.
La escuela no dejaba de llenarse de bulla y los recreos eran el momento apropiado para jugar con la nieve haciendo figuras y las consabidas guerras entre bandos.
Los aficionados a la caza aprovechan para salir en busca de algúna presa. La escopeta y los perros no podían faltar. Pero también se ponía en práctica la caza menor: aquellas pajareras que se escondían bajo la nieve dejando al descubierto algo de estiércol a donde iban, sin reparo, los pardales y los tordos. A la distancia de aquellos años, uno se pregunta qué beneficio real podían llevar a la casa cuatro pardales o dos tordos; pero así nos divertíamos. Hoy no lo hubiera hecho.
Algunos caminos se convertían en sitios peligrosos por la gran cantidad de nieve que se acumulaba y que impedía calcular la profundidad en donde se podía caer si no se ponía todo el cuidado del caso. Era un problema la entrada en el pueblo de algún vehículo que, por necesidad, debía llegar dejando la carretera. No había grúas pero sí personas generosas que ayudaban con gusto a sacar el coche del atolladero.
Los chiquillos teníamos nuestros lugares de encuentro porque en casa muchas veces estorbábamos. Solían ser los portales de la “tia” Juana o el de mi padre. Allí se hacía de todo, se hablaba de todo y se planificaban, como casi siempre, algunas travesuras de muchachos, nada serio por cierto.
Era hermoso ver todo el valle del Cea y las cercanas estribaciones de las montañas cubiertas de nieve. Esa imagen no se ha borrado con el pasar de los años, y cuando he tenido la oportunidad de tocar la nieve de estas tierras tropicales en las faldas de algún nevado como el Cayambe o el Cotopaxi, he recordado con gusto aquellos días de la infancia.
No hay duda que, con todas sus diferencias, no hay estación que no tenga su encanto, a pesar de las características exageradas de algunas de ellas.