lunes, 31 de octubre de 2011

¡Qué solos se quedan los muertos!
Mes de noviembre, mes de las ánimas.
Una vez más, los recuerdos me trasladan al terruño que me vio nacer. Noviembre es un buen motivo para eso. Sus atardeceres rápidos y fríos,el calor del hogar que tanto unía a la familia,especialmente cuando en la calle soplaba con fuerza el viento y las gotas de agua golpeaban las ventanas, el recuerdo, imposible de apartar, de los que ya nos dejaron, el toque para el rosario, a donde acudía con gusto, unas veces de la mano de mi padre, otras de mi hermana o de mi madre, el susurrar cadente y piadoso de las avemarías del rosario….
Pero noviembre tenía algo más: era el toque tan especial, el repique que me llegaba hasta lo más profundo, el sonar de las bien fundidas campanas de mi pueblo que llamaban a la oración, al recuerdo de los seres queridos, con un timbre patético y sentimental. Ese repique, insisto, no se va de mis recuerdos aunque la nieve que cubre mi cabeza, hable de algunos años ya.
El ambiente familiar y religioso del templo me tranquilizaba y no recuerdo en absoluto haber tenido miedos infundados. El recuerdo es positivo, el sentimiento, reconfortante y las imágenes auditivas y visuales, acogedoras. Recuerdo también el ladrido de algunos perros que, en la oscuridad de aquellas noches y, al escuchar el sonar de las campanas, ladraban lastimeramente. ¿Entenderán esos animalitos el lenguaje de las campanas?
Más tarde, cuando me topé con la magnífica poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, mis recuerdos se hicieron más profundos y significativos. Les invito a leer, si no a recordar, la Rima LXXIII cuyo mensaje coincide con el inicio de esta página. También puede servirles,como a mí, la lectura de una de sus famosas leyendas titulada “El monte de las ánimas”.
El viento frío y el agua golpeando en las ventanas seguirá su ritmo normal; los perros seguirán lanzando sus ladridos nocturnos y lastimeros en noviembre, tal vez asustados por los ruidos extraños que el viento acelera. Pero, ¿Será que todavía suenan las campanas de mi pueblo durante el mes de noviembre con aquel lastimero y acompasado son? ¿Será que todavía mis paisanos van a la iglesia y oran agradecidos a Dios por la vida de quienes no precedieron y nos dieron ejemplo de entrega total a la familia y a la sociedad? El recuerdo, siempre positivo, de quienes nos dejaron anticipadamente, ¿tendrá sentido todavía entre las nuevas generaciones?

jueves, 14 de julio de 2011

HACE UN AÑO…

Sí, ha transcurrido un año desde el día en que recibí en el aeropuerto de Quito a una parte de mi familia. Si les dijera que no estaba preocupado y nervioso, mentiría.

Por estas tierras han llegado familiares de compañeros y a casi todos acompañé en alguna de las salidas, disfrutando con ellos de su alegría. Pero nunca pensé que alguien de los míos se atreviera a cruzar el charco y Los Andes. Siempre dije, como Santo Tomás, que no creería hasta ver. Además me preocupaban otras cosas que, por lo visto, no tenían ninguna importancia: el alojamiento apropiado, la alimentación, la facilidad o dificultad de movimiento… Ventajosamente todo fue resuelto y ellos se acomodaron sin problema a nuestra vida, alimentación y compañía.

Catorce días fue un tiempo muy corto para gozar de tanta maravilla que se derramó sobre estas tierras bendecidas. El resto será para otra vez… Pero ese poco tiempo fue aprovechado al máximo. Se puede decir que no paramos, es decir, no les dejé parar…

En la salida a la provincia de los lagos, Imbabura, sentí que disfrutaron del paisaje, de la naturaleza toda, de la gente. Todavía los estoy viendo en la lancha que surcaba las aguas de Cuicocha y admirando los muros de roca que la separan del volcán y nevado Cotacachi. El mercado de Otavalo, con la presencia de la población indígena ataviada con ropa dominguera, creo que les marcó positivamente la retina. Por allá habrá alguien que está luciendo alguna de las prendas de vestir, escogidas al gusto personal, en Otavalo y Cotacachi, la ciudad del cuero.

El 11 de julio, día señalado para siempre en el que España se coronó campeona del mundo en fútbol, nos sorprendió en la isla Santa Cruz del archipiélago de Galápagos. Me di cuenta que nadie en la familia, era muy aficionado a ese deporte. Sin embargo no hubo cómo desmarcarse de la emoción y el gusto que invadió el bus en el que escuchamos el gol de la victoria.

Los cuatro días en Galápagos no tuvieron desperdicio ninguno. Vimos lo que se podía ver y estuvimos a unos pasos de la riquísima fauna de las islas. Es como encontrarse en otro mundo. Todavía son ellos, los animales, los dueños del lugar. Esperemos que por mucho tiempo más. La estadía en ese paraíso y las emociones que conllevan, únicamente se pueden vivir, difícil contar.

Y para cerrar el periplo, nos embarcamos en el “rodeo”, gentilmente cedido para estos días por los Hermanos de Quito, rumbo al Oriente Ecuatoriano. Subida hasta la ciudad balneario de aguas termales de Papallacta y, enseguida, enfilamos hacia Tena. Montaña, páramo, vegetación tropical húmeda, paisajes nunca vistos y carretera en excelentes condiciones. La noche de Tena nos permitió sentir lo que es llover en la selva, en el trópico. Y aventureros como eran todos, incluso armados de filmadora, no perdimos detalle. Hasta viajamos algunos minutos por el río Napo, afluente del Amazonas, y sentimos el calor, la humedad y hasta algunos moscos de los que inquietan a los turistas.

Baños del Tungurahua, hermosa ciudad turística, con facilidad de alojamiento y condiciones para pasarlo muy bien. El volcán, que esos días había estado dando espectáculos fantásticos, se tranquilizó un poco y únicamente pudimos observar el vapor y seguramente la ceniza que lanzaba con fuerza desde su potentísima caldera. Las imágenes quedaron muy bien registradas.

Pero la presencia cercana, muy visible, como quien dice a un tiro de piedra, del coloso, del nevado Chimborazo, fue una experiencia creo que imperecedera. Hasta el refugio administrado por un personaje culto y soñador llegamos luego de algunas dudas, pero llegamos. Realmente es impresionante contemplar al coloso. Uno se ve tan pequeño ante semejante mole que se siente anonadado. Allí conocimos a las ovejas de los Andes. Ellos tienen en foto la realidad a la que me refiero.

Y para terminar este periplo, la laguna de Quilotoa, a cuyos linderos llegamos entrada la tarde andina, envueltos en un viento frío que hizo recordar otros lugares muy lejanos. La carretera que nos condujo hasta el lugar es la característica de los Andes: vueltas y más vueltas; subidas y bajadas, encuentro con animales no tan comunes para algunos como los burros, llamas y alpacas. Nos alojamos en un hotel de las inmediaciones de la laguna. Las fotos del alojamiento dan cuenta del estilo del mismo y de sus administradores. Se fue la luz cuando cenábamos y el incidente convirtió el momento en más romántico y exótico. Eso sí, mucho frío y los efectos de la altura en la que nos encontrábamos, fueron sentidos por todos, incluso cuando descansábamos bien arropados. Ciertamente faltaba aire.

Gracias, familia, por haber hecho ese esfuerzo. Repito, nunca creí que se diera algún día, pero se dio. Sólo me queda la satisfacción de saber que volvisteis contentos y que recordáis esos días con mucho entusiasmo y placer.

martes, 8 de marzo de 2011

El invierno en mi pueblo
“Media España, en alerta por fuertes lluvias y nieve.
Se podrán acumular hasta 15 litros por metro cuadrado en una hora y se esperan hasta 20 centímetros de nieve.”
Eso dicen las noticias.
El invierno era duro en mi pueblo. Mucho frío, mucho barro y casi siempre mucha nieve. Pero tenía su encanto el invierno. Los labradores, que ya habían puesto la semilla en los campos, podían dedicarse a otras laboras más de casa, más del hogar. La vida familiar era, por lo tanto, más intensa al calor de la lumbre y el roce social se intensificaba en las reuniones de hombres y chiquillos aunque fuera al abrigo de algún rincón o solana.
El invierno era la oportunidad para desempolvar las madreñas. Las madreñas, las había de todos los tipos. Algunos las usaban sin tacos, otros con ellos. Las mías fueron escogidas por mi madre y eran muy bonitas. Los montañeses, en los meses de otoño, habían llegado al pueblo con los productos conocidos: manzanas, castañas, varas de avellano, nueces….y también madreñas o albarcas. Algunas tenían excelente presentación y colorido.
No se me olvidan aquellos carros largos tirados por unos bueyes pequeños y bonitos. Siempre me preguntaba qué tipo de bueyes eran aquellos que, siendo tan pequeños, arrastraban con facilidad los carros cargados de los productos antes mencionados.
Al atardecer y en la noche, se intensificaba el frío y era muy común observar en la mañana colgar los chupiteles de hielo desde todo lugar por donde se había desprendido agua. Pero lo más hermoso era amanecer con el suelo cubierto con una capa de nieve, a veces bastante gruesa, que impedía, en la práctica, salir a la calle. Era el momento de las palas para abrir el sendero desde el corral a la calle. El paisaje impresionaba por su blancura y luminosidad.
La escuela no dejaba de llenarse de bulla y los recreos eran el momento apropiado para jugar con la nieve haciendo figuras y las consabidas guerras entre bandos.
Los aficionados a la caza aprovechan para salir en busca de algúna presa. La escopeta y los perros no podían faltar. Pero también se ponía en práctica la caza menor: aquellas pajareras que se escondían bajo la nieve dejando al descubierto algo de estiércol a donde iban, sin reparo, los pardales y los tordos. A la distancia de aquellos años, uno se pregunta qué beneficio real podían llevar a la casa cuatro pardales o dos tordos; pero así nos divertíamos. Hoy no lo hubiera hecho.
Algunos caminos se convertían en sitios peligrosos por la gran cantidad de nieve que se acumulaba y que impedía calcular la profundidad en donde se podía caer si no se ponía todo el cuidado del caso. Era un problema la entrada en el pueblo de algún vehículo que, por necesidad, debía llegar dejando la carretera. No había grúas pero sí personas generosas que ayudaban con gusto a sacar el coche del atolladero.
Los chiquillos teníamos nuestros lugares de encuentro porque en casa muchas veces estorbábamos. Solían ser los portales de la “tia” Juana o el de mi padre. Allí se hacía de todo, se hablaba de todo y se planificaban, como casi siempre, algunas travesuras de muchachos, nada serio por cierto.
Era hermoso ver todo el valle del Cea y las cercanas estribaciones de las montañas cubiertas de nieve. Esa imagen no se ha borrado con el pasar de los años, y cuando he tenido la oportunidad de tocar la nieve de estas tierras tropicales en las faldas de algún nevado como el Cayambe o el Cotopaxi, he recordado con gusto aquellos días de la infancia.
No hay duda que, con todas sus diferencias, no hay estación que no tenga su encanto, a pesar de las características exageradas de algunas de ellas.